POR: VICENTE GARCÍA MEKIS

Guerras, dependencias y la buena memoria: todo parece estar construido sobre lo que quedó del pasado, y sobre eso, el futuro. Así es Croacia… como dice la placa en la entrada norte de Dubrovnik: todo cambia, nunca nada se detiene. Como la vida misma.

Es más fácil saber de dónde uno viene que adivinar hacia dónde va. El pasado tiene algo de certeza: es memoria. De eso se encargó mi madre años atrás, cuando comenzó a armar carpetas con fotos, certificados, árboles genealógicos y mapas. Todo para entender sus raíces. Y sin quererlo, también las mías.
Más de 25 años investigando nuestras raíces eslavas. A mí, en ese entonces, poco me importaba. Pero con el tiempo, las preguntas por la familia, por los orígenes y la historia, cobran un valor diferente.
Mi bisabuelo dejó su tierra a fines del siglo XVIII. La guerra, el hambre, la falta de industria y educación forzaron a más del 30% de la población a emigrar. Él apuntaba al Perú, pero en el barco conoció a su esposa y el destino cambió: se quedaron en Chile. Allá construirían su vida. Volvió a Croacia meses antes de morir, sólo para mirar el Adriático una vez más.

En 2001, mi madre viajó a Croacia con sus hermanos. Llevaban la carpeta repleta. Documentó cada parada: el cementerio, la casa abandonada, la higuera. Era su manera de revivir el pasado. Entender su historia le ayudó a identificarse. Y también, a soñar.
Con ese mismo libro en la mochila decidí repetir el viaje. Años después, con más edad y algo más de interés por mis raíces. No sé croata. No sé decir ni “hola” ni “gracias”, pero el pasaporte que ella gestionó tenía por fin un propósito.

Mi recorrido
Escribo desde Split, nuestra primera parada. La guía tiene un lunar en el párpado y grandes anteojos. No puedo dejar de mirarla. Me siento mal por eso. El casco antiguo nació sobre el palacio de Diocleciano, invadido, reconstruido, habitado. Una ciudad viva sobre ruinas.
Lavanda por todos lados. Lavanda en postres, jabones, aceites. Y turistas, miles. Caminar entre las calles estrechas es una odisea.
Pero Croacia es una maravilla. Las ciudades parecen suspendidas en el tiempo, a punto de desmoronarse. La Unesco protege lo que queda y el mar Adriático lo baña todo con una luz imposible. La piedra rosada, los cipreses oscuros. Inolvidable.
Tomamos un ferry a Hvar. Me levanto al amanecer. Es la mejor hora para explorar. La costanera lleva a un monasterio con un roble de 500 años, ajedrez tallado en piedra, las piezas abandonadas. Todo detenido en el tiempo. Silencio antes del turista.

Los clubes de playa ayudan con el calor. Todos los precios. Todos los estilos. Se agradecen. Porque no todo es historia: un chapuzón también es parte del viaje.
Dubrovnik es una fortaleza medieval viva. Su muralla ofrece las mejores vistas. Caminen temprano, naden por la tarde, disfruten los almuerzos y regálense una siesta.
Los croatas no sonríen fácilmente. Son rudos, no conquistadores. No han tenido tiempo de aprender a seducir al turista. Son recientes independientes. Pero lo que les falta en simpatía lo compensan en servicio y cocina.
Antes de cruzar a Montenegro, me detengo en Poljice. No hay letreros. No aparece en el mapa. Pero mi madre lo describió todo: la colina, la casa de piedra, el cementerio, la higuera. La lápida sigue ahí. Casi invisible. Me inclino. Mis respetos.